05 - 09 - 2013

05/09/2013 – Veinticuatro años de impunidad


COFAVIC

DERECHOS SIN REVÉS 

*El 27 de febrero de 1989, Hilda Páez había enviado a sus dos hijos al colegio cuando comenzó a propagarse la noticia de que cientos de pasajeros en Guarenas estaban quemando cauchos y autobuses en Guarenas. La tarifa establecida por el Gobierno subió de 7 a 10 bolívares, para quienes viajaban entre Caracas y Guarenas; pero los choferes comenzaron a cobrar el boleto a 12 bolívares y se negaban a aceptar el pago preferencial del pasaje estudiantil. La chispa llegó a Petare, el barrio de Hilda, donde los manifestantes saquearon y quemaron negocios…

 “Todos los cuerpos de seguridad se encuentran en la calle a fin de brindar tranquilidad a la ciudadanía que hoy, por segundo día consecutivo, ha salido a la calle en protesta por las tarifas del transporte”, informó a los televidentes el periodista Paúl Esteban en la emisión matutina de El Observador del 28 de febrero. A la hora de la transmisión, el presidente Pérez promulgaba el Decreto número 49 que suspendió hasta nuevo aviso las garantías constitucionales de libertad individual, inviolabilidad del hogar, libre tránsito, libertad de expresión, y los derechos de reunirse y protestar en las calles pacíficamente.
Al mediodía del 28 de febrero, los muertos, los heridos, eran incontables. Las puertas del Hospital Pérez de León de Petare estaban abarrotadas de gente que buscaba a sus familiares, que habían sido abaleados dentro de sus casas. Dentro de sus casas: justo como fue asesinado Richard Páez, el mayor de los hijos de Hilda, a la 1:30 de la tarde del viernes 3 de marzo de 1989…
El viernes por la mañana hubo una tregua. Después de cuatro días de disturbios y saqueos, donde murieron 28 vecinos del barrio y otros 200 sufrieron heridas, las amas de casa pudieron al fin bajar a la redoma de Petare para comprar algo de comida…
Richard, el mayor de los hijos de Hilda, había estado saludando a los tíos. Dicen ahora que se estaba despidiendo. La última casa que visitó fue la de Leo. A la 1:30 del mediodía estaba en el  patio, viendo cómo los niños volaban papagayos, encaramados en los techos. A la 1:30 una comisión de policías metropolitanos comenzó a disparar desde abajo, desde esa curva de la carretera que los vecinos llaman “la vuelta de la grupera”, hacia ese patio donde cayó Richard. Le dieron en un glúteo y luego la bala le recorrió el abdomen y llegó al tórax hasta explotarle dentro. Seis agentes subieron luego a buscar el cuerpo: tocaron la puerta de Leo: dijeron primero que iban a detener a un muchacho que estaba adentro, dijeron luego que allí adentro había un muchacho muerto, que lo vieron caer de la platabanda de la casa y degollarse. Los vecinos comenzaron a reunirse frente a la casa: “¿Qué pasó?”, “Que es el hijo de Hilda, que lo mataron” y el rumor subió la vereda, hasta llegar a los oídos de ella. “Lo que hice fue correr y correr y correr y tirarme en el piso del plan, donde termina la calle ciega. Ni siquiera lo vi, ahí, tirado, porque yo decía que ese no podía ser mi hijo”.
Hasta las 6:00 de la tarde estuvo el cuerpo de Richard tendido en el patio de Leo. A esa hora llegaron los forenses, que interrogaron, tomaron fotografías, y se llevaron el cadáver en la cabina descapotada de una pick-up, no se sabe adónde. Alí –esposo de Hilda y padre de Richard—fue a buscarlo a la morgue del hospital Pérez de León de Petare, abarrotada de cuerpos y de madres buscando en esos cuerpos a sus hijos muertos, y no lo encontró. Hasta la lista con los nombres de todos los difuntos se la habían robado ese día. También desaparecieron de los archivos de la Policía Metropolitana las fotografías de los funcionarios que participaron ese 3 de marzo en el operativo de la calle La Fila. “Un funcionario del barrio acomodó toda la evidencia y no nos dimos cuenta. La muerte me tuvo tan aturdida que apenas ahora es que me doy cuenta de las cosas. Sólo recuerdo que esa fue la noche más larga de mi vida”, dice Hilda.
Cuando Hilda Páez llegó el sábado en la mañana a la morgue, a reclamar el cuerpo de su hijo, una decena de madres, hermanas y esposas, con un velo de pañuelos y tapabocas, protestaban por la desaparición del cuerpo de sus familiares. Alí, su esposo, tuvo que entrar a las cavas, apartar los cadáveres con sus manos, para reconocer el de Richard entre ellos. “Gracias a Dios que al menos yo pude recuperar el cuerpo de mi hijo”, dice Hilda. De las mujeres que día a día comenzaron a reunirse y a protestar a las puertas de la morgue, hasta fundar el Comité de Familiares de las Víctimas de los sucesos de febrero y marzo de 1989 (Cofavic), muchas no lograron recuperar los cuerpos de sus parientes. “La alternativa que nos quedó fue pedir justicia, para no quedarnos encerradas en cuatro paredes: unirnos y formar a Cofavic. Sentíamos que teníamos que dar nuestra vida por la vida de nuestros hijos. Porque los que habían muerto en El Caracazo no eran unos perros”.
* Extractos de la historia escrita por Maye Primera para el libro Rostros y voces de la impunidad, editado por COFAVIC.
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