10 - 09 - 2015

El deber del Estado frente a la seguridad ciudadana y los derechos humanos


En la actualidad, cuando se habla de seguridad, el concepto no puede limitarse solo a la lucha contra la delincuencia. Desde la perspectiva de los derechos humanos, se trata de cómo crear un ambiente propicio y adecuado para la convivencia pacífica de las personas, es decir, se debe poner mayor énfasis en el desarrollo de las labores de prevención y control de los factores que generan violencia e inseguridad, que en tareas meramente represivas o reactivas ante hechos consumados.

En este sentido, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) destaca que en el orden jurídico internacional de los Derechos Humanos, no se encuentra consagrado expresamente el derecho a la seguridad frente a delitos asociados a la violencia interpersonal o social. No obstante, puede entenderse que ese derecho surge a partir de la obligación del Estado de garantizar la seguridad de la persona, en los términos del artículo 3 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos que establece que,“todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona”; y del artículo 1 de la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre que estipula que,“todo ser humano tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad personal”.

De acuerdo con la CIDH (1994), la seguridad ciudadana se define como “la situación social en la que todas las personas pueden gozar libremente de sus derechos fundamentales, a la vez que las instituciones públicas tienen la suficiente capacidad, en el marco de un Estado de Derecho, para garantizar su ejercicio y para responder con eficacia cuando éstos son vulnerados (…)”. En consecuencia, la construcción de políticas de seguridad ciudadana deben incorporar los estándares de derechos humanos como guía y a la vez como límite infranqueable para las intervenciones del Estado. Asimismo, los estándares se encuentran constituidos por el marco jurídico emanado de los instrumentos que conforman el Derecho Internacional de los Derechos Humanos, así como por los pronunciamientos y la jurisprudencia de los organismos contralores que integran los diferentes sistemas de protección, los cuales establecen las orientaciones generales, determinando mínimos de protección que deben ser necesariamente respetados por el Estado.

El sistema democrático y la vigencia del Estado de Derecho son cruciales para la efectiva protección de los derechos humanos. El Estado de Derecho a la luz de los instrumentos internacionales de derechos humanos, implica el buen funcionamiento del Estado, y el cumplimiento efectivo y equitativo de sus responsabilidades en materia de justicia, seguridad, educación o salud.

En Venezuela, por su parte, el Estado ha ejecutado una política en la que se han cedido espacios vitales que solo deben estar bajo su control, a bandas delictivas con la creación de las denominadas “Zonas de Paz”, en donde el auge de la delincuencia y la violencia en gran parte se debe a la impunidad institucionalizada con la que cuentan los criminales. En el país, los delincuentes en 99% de los casos tienen garantizada la impunidad de sus actos; sin embargo, como sociedad democrática no se deben planificar soluciones fundamentadas desde una respuesta represiva, violenta y no racional, cuyo resultado al final, siempre será mayor violencia, sufrimiento, mayor número de víctimas, sin que esto represente una disminución en los índices de criminalidad. Si se admite que la violencia sea la receta y el proceder en una sociedad, todos, en algún momento, están expuestos a sufrirla. En esta dirección, la CIDH argumenta en su Informe sobre Seguridad Ciudadana y Derechos Humanos (2009), que “el uso de la fuerza por fuera de los marcos legales y los estándares internacionales, sumado a la inhabilidad de las instituciones para enfrentar el crimen y la violencia en forma eficaz, contribuye a incrementar la inseguridad en la población”.

Otra de las dimensiones principales de las obligaciones estatales se vincula al esclarecimiento judicial de conductas con el objetivo de eliminar la impunidad y lograr su no repetición. Tanto la CIDH como la Corte Interamericana han condenado la impunidad en hechos que vulneran derechos fundamentales, puesto que propicia la repetición crónica de las violaciones de derechos humanos e intensifica la indefensión de las víctimas y sus familiares. Sin duda, la adecuada y eficaz administración de justicia por parte del Poder Judicial tiene un rol fundamental, no solo en términos de reparación del daño causado a los afectados, sino también en términos de disminución del riesgo y el alcance del fenómeno.

En consecuencia, el Estado es el responsable ante la ciudadanía por la implementación de planes y programas eficaces para la prevención del delito y la violencia. Para ello, debe establecer una estrategia que involucre diferentes campos de la institucionalidad estatal, como es el sistema de control judicial-policial, las medidas de prevención social, comunitaria o situacional que deben ejecutar las entidades del sector educación, salud o trabajo, así como comprometer a los gobiernos nacionales y locales. Sin embargo, cuando a pesar de esta actividad preventiva se producen víctimas de delitos o hechos violentos, el Estado –igualmente- tiene la obligación de brindar a éstas la debida atención conforme a los estándares internacionales. En especial, debe contar con una institucionalidad adecuada para aplicar protocolos de intervención eficaces en los términos establecidos en la “Declaración sobre los Principios Fundamentales de Justicia para las Víctimas de Delitos y del Abuso de Poder” de Naciones Unidas, que establece orientaciones precisas con respecto al acceso a la justicia y el trato digno y asistencia material, médica, psicológica y social para las víctimas del delito o la violencia.

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