«DESCONÉCTELA. YO SÉ QUE MI HIJA YA NO ESTÁ AQUÍ»
El 19 de febrero de 2014 Geraldin Moreno Orozco tenía la intención de hacer un alto en su activa participación en las protestas que para la época ocurrían en su ciudad natal, Valencia, ubicada en el centro del país. Ese día había decidido retomar un poco de su normalidad reanudando el entrenamiento de una de sus grandes pasiones: el fútbol. Sin embargo, no le era posible mantenerse quieta. Caminaba sin parar entre la cancha ubicada en el conjunto residencial donde vivía y el apartamento que compartía con su mamá, Rosa Orozco, de quien había heredado esa combatividad que la caracterizaba: “Tas que te pican los pies por ir para la calle”, le dijo esta última. A las 7:30 p. m. Geraldin invitó a su madre a salir a la puerta de la urbanización con pitos, banderas y cacerolas para unirse a la rutinaria protesta pacífica que compartía con sus vecinos. Rosa estaba en pijama por lo que su hija de 23 años, impaciente, le dijo: “Yo me voy. ¿Qué estás viendo? No puedo esperar por ti”
La madre se quedó tranquila. Le duró poco. A los minutos oyó algunos cohetes y pensó “la resistencia anda en la calle”. Poco después la sorprendieron cinco detonaciones. Corrió a tomar la llave para salir y al mismo tiempo tocaron a su puerta. Era uno de los amigos de su hija bañado en sangre: “A Geraldin le acaban de disparar en la cara”. Menos de 15 minutos le tomó a Rosa llevarla a una clínica cercana. Un vecino le había tapado el rostro. Ya en el centro asistencial trató de calmarla.
—Mami me duele la cara, me arde la garganta —le dijo Geraldin.
—Claro hija, te acaban de disparar perdigones en la cara.
La joven trató de ponerse en pie, odiaba los hospitales.
—Un momento, ¿para dónde vas tú? Te van a llevar a terapia para que te estabilicen, estás muy alterada, te tienen que limpiar la cara para ver lo que pasó y después hablamos —le dijo Rosa intentando transmitirle serenidad.
—Bueno, bendición mami.
—Dios te bendiga hija.
Fue la última vez que habló con ella. Rosa estaba tranquila. Sabía que su hija estaba herida pero acababa de conversar con ella. Recibió una llamada de un amigo desde Inglaterra. Él parecía estar muy preocupado, le preguntaba cómo estaba ella, cómo estaba Geraldin, qué tan grave era lo que tenía: “No sé, están evaluando a ver lo que pasó”. Le dijo que al día siguiente viajaba a Venezuela. Rosa no le encontró mucho sentido, no hacía falta. En un momento de calma decidió ver las redes sociales. Eran las 2:00 a. m. No pasaron cinco minutos cuando pegó un brinco: “¿Qué vaina es esta chica?”. Era una foto de su hija herida que circulaba públicamente. Corrió a terapia intensiva y exigió que la destaparan.
—Geraldin no tenía ojo, lo que tenía era un hueco en el ojo, no tenía pupila ni tenía nada en el otro ojo. Tenía toda la cara destrozada. ¿Cómo me hablo esa muchachita?, no lo sé. Rosa no había visto el rostro de su niña. El médico le había dicho que tenía el ojo derecho muy comprometido, al igual que el izquierdo: “Está comprometida”. Ella no le había parado mucho. Era su hija y le había hablado: ¿Qué tan grave podía ser?